sábado, 13 de diciembre de 2008

Ponme un trago más


A inicios de semana estuve en una de esas fiestas que a fin de año las empresas organizan para sus empleados. Música, licor, juegos, rifas, premios, comida, todo un derroche de generosidad. Bueno, es un decir, porque eso depende de la solvencia de la empresa. En el caso en mención la verdad sea dicha no tiraron la casa por la ventana, pero los empleados recibieron con mesura de todo un poco. El lugar de la celebración fue una villa campestre muy cerca de Tenjo, en plena sabana de Bogotá. La mañana fue perfecta, sol, un cielo de postal, y todos felices. A medio día el almuercito, y dos horas después las cervezas comenzaron a fluir. Como los jefes ya conocen a sus lacayos, la entrega de las botellas fue limitada para garantizar que los comensales no rebasaran la raya de la cordura y las buenas maneras. Pero como lacayos conocen a sus jefes entre sus maletas traían una provisión extra, en botellas de agua el aguardiente y el ron pasaban como agua bendita. La orquesta comenzó a tocar. Los animos se dispararon y el baile y la alegría fueron buscando su punto más alto.

Y así se fueron consumiendo las botellas y la tarde. El sol se empeñaba en tener un bonito detalle con todos y fue a parar contra los cerros. Las tandas musicales hacían bailar a unos cuantos, pero la gran mayoría permanecían sentados y en silencio. Tal vez no había mucho que celebrar. Por lo que me contó una empleada a la que el alcohol no propiamente le curó la herida, desde hace dos años no les subían el sueldo, y como si fuera poco, en plena caída de las bolsas en el rimbombante mundillo del Wall Street, les llegó un mensaje al correo institucional anunciando duras medidas gracias a la recesión mundial. Yo no soy experto en bolsas y talegos pero con un poco de dedos en la frente puede uno ver que en un país como este que no depende de las grandes inversiones en las bolsas, qué coños tienen qué ver las quiebras de los pulpos bancarios del tío Sam.

Nunca he sido un as para el baile pero si reconozco cuando se baila con ganas o simplemente se hace del asunto un sello por triplicado. En esa tarde a los bailadores las piernas apenas se movían y la alegría se les había refundido. Noté que algo se arrastraba como podía en el piso, ahí estaba la pobre, pisoteada y llena de moretones. Como pude la llevé a una silla. Le di un poco de mi cerveza. Le acomodé el vestido y con disimulo le toque una teta. Ustedes perdonaran tal abuso, pero es que la alegría tiene un buen par de melones, nada de limoncitas. No se imaginen la alegría anoréxica porque no les cuadra. A la alegría la bauticé con un chorrito de cerveza en la cabeza y la llamé Sofía. Como la Loren. Le pregunté que le había pasado y la muy sorronga me aseguró que todo se debía a que no había nada en el fondo de las botellas. Una razón poderosa. Los empleados se la bebieron toda para ahogar de un solo envión las amarguras laborales y la certeza que este año tampoco subirán el sueldo.

Cerraron la jornada un trío de mariachis. O mejor una familia de mariachis. La situación está tan jodida que no alcanzó para contratar a todo el combo de músicos charros. El trío, como seguramente ya lo adivinaron estaba compuesto por padre, madre, e hijo. El varón cantó una seguidilla de temas que enaltecen el machismo en su más pura expresión, y la dama charra (tenía sombrero y pistolas) no se quedó atrás, la mujer se cantó una seguidilla de temas que parecían más un canto de guerra feminista que unas lindas canciones de amor, y el niño, el retoño colombo-mejicanito, pues solo tuvo pulmón y memoria para hacerle a una letra, la ya clásica y llevada al cine: la de la mochila azul. Así se fue la tarde. Triste y vacía.

De regreso, en los buses contratados para llevar a puerto seguro a todos los oficinistas, el silencio reinó durante el trayecto, a excepción de uno que otro lamento de borracho. A fuera se veían los últimos rayos de luz, por tres minutos el paisaje estaba completamente rojo, quiso el sol despedirse con otra imagen de postal, sobre un trigal unas flores púrpuras despuntaban en medio del intenso rojo. Dentro del bus los empleados dormían su lánguida borrachera.